martes, 29 de septiembre de 2020

por Juan Diego Incardona

 por Juan Diego Incardona

el interpretador, número 27: junio 2006 / relato incluido en Villa Celina (Norma, 2008; Interzona 2013)

imagen de portada: Daniel Santoro, “Los rabiosos”.

*

El velador en el piso de la pieza iluminaba las hojas romaní puestas arriba, estiradas sobre un vidrio apoyado entre dos sillas. Afuera, brillaba el sol del mediodía, no como ahora, que es de noche. Las persianas estaban bajas, igual que hoy, pero antes esa oscuridad de la casa duraba menos. Iba y venía la rotring por el papel: trazos cero cinco, cero siete, uno coma tres; bordes, ángulos, vértices, planos, acotaciones; Villa Celina es un rectángulo como aquella hoja. Sus lados están formados por dos avenidas, un río y un mercado. Es la obra de un soldado o un carcelero. Debajo de su geografía  también alumbran luces: son los faroles de los túneles. El más famoso está en la General Paz. Le dicen “túnel de los nazis”. Cerca existe otro, más chico, que une a las dos villas  —Villa Celina y Villa Madero— por debajo de un basural y un arroyo de cloacas. Esta historia comienza allí, en el año 1987.

Lombriz —le decían así porque era alto y desgarbado— era un pibe de barrio y acá no se metía con nadie, pero pasando los límites era un tipo pesado, pirata del asfalto, con varias causas penales por robo a mano armada y tráfico de drogas. Pero el prontuario no importa cuando estás adentro. En las cuadras, en el almacén de Juanita, en el club Riachuelo, Lombriz era el hijo de Pepe, un italiano del sur que habrá venido en la misma época que mis abuelos, después de la Segunda Guerra Mundial. Pepe tenía un taller mecánico con su hermano José. Lombriz a veces iba y ayudaba con algo, pero la mayor parte del tiempo la pasaba en Barros Pasos y Giribone, tomando cerveza con la banda de Capucha.

El velador iluminaba las hojas, cuando de pronto golpearon la puerta del cuarto.

—Te buscan —llegó a decir mi hermana María Laura.

Enseguida se asomó Adrián.

—Lo mataron a Lombriz, lo mataron a palazos hoy a la mañana.

—¿Qué?

A la unión de la General Paz y la Richieri le decíamos “última esquina”. Ahí está la última casa del barrio, el último poste de luz, el último árbol. Para los que vienen de Capital es al revés. Es natural que ellos miren así porque crecieron allá. Uno se para donde nació. Ahí está el punto de origen del observador. Y por más que renieguen, a eso no hay con qué darle. Por más que lo escondan, eso queda pegado. En nuestro caso todo empieza siempre en la Provincia, en el fondo del sudoeste, donde La Matanza se llama Gonzalez Catán. Para contar, contamos de sudoeste a noreste. Después, es viaje de vuelta. Es el mismo recorrido que hace la línea 86. La última esquina es una triple frontera. Divide dos barrios de acá, Villa Celina y Villa Madero, y uno de allá, en realidad de no tan allá, Villa Lugano. Ahí las autopistas forman varios puentes que tapan casi todo lo que pasa abajo. En esa época era un lugar de comercio para las pandillas. Debajo de uno, que da a Provincia, paraban dealers como si fueran arbolitos y ofrecían a cualquiera que pasara.  Debajo de otro, que da a Capital, laburaban prostitutas y propétides. Levantaban clientes y después los cruzaban a este lado para traerlos al Unanué, un Hotel Alojamiento que está en la calle del mismo nombre, en Celina, muy cerca de ahí. La policía no iba nunca. Además, no se sabía quién tenía jurisdicción, si la Federal o la Bonaerense. En el túnel chico que mencioné antes, fue donde mataron a Lombriz. Le pegaron tanto que una parte de su cerebro quedó esparcida en el suelo.

Al día siguiente fui con el cabezón Adrián a la esquina de Barros Pasos y Giribone, donde se juntaban los amigos de Lombriz, que eran como veinte, porque queríamos conocer más detalles de lo que había pasado, pero, sobre todo, para saber si efectivamente venía la guerra, como ya se comentaba en todos lados. Ellos eran mucho más grandes que nosotros, que teníamos apenas quince y dieciséis años, y eran todos chorros y bastante pesados. Nosotros ya habíamos ido varias veces, porque nos llevaba un primo de Adrián, al que le decían Toqui, que era de la banda. Nos trataban con respeto y siempre nos daban consejos. Muchos habían sido alumnos de mi vieja y me conocían desde que era chiquito. Ese día estaban casi todos borrachos, sobre todo Capucha, que era uno de los líderes. Cuando vio que llegaba, me dijo:

—Eh, guachín, hijo de la maestra, ¿alguna vez te patearon la cabeza?

—No.

—Bueno, entonces musarela y atenti al chamuyo porque a mí posta que sí, cuarta locura, me clavaron la croqueta con una bolea y un saque de puntín.

Toqui y el cabezón Adrián se acercaron para escuchar.

—Vengan capitos, que les voy a batir bien cómo es la sanata. Fui a Mataderos a ver a Chicago y a la salida de la cancha me agarré a piñas con un chaboncito muy limado. Había ido con unos pibes de Piedrabuena que eran una banda. ¡Qué viajados que eran esos guachos! No sabés, loco. Bueno, la cosa es que el chaboncito era uno de ellos y no sé qué mierda pasó, si nos dijimos algo o nos miramos mal, y bue. Yo todavía era un títi resano —me miró fijo a los ojos—, así como vos, era el más gil en esa cucha de larvas. Pero bueno, capo, con el tiempo te tenés que curtir, es así, no te queda otra, y vení sentate que no muerdo.

Me senté y tomé un trago de cerveza.

—Eeesaaa, ta media caliente, eh, pero hace muy bien. ¿Qué te decía? ¡Ah! Que fue a la salida de la cancha. De una que estaba julepeado, mirá, para qué te voy a mentir, el chabón medía como dos metros, pero ojito que el cagazo nunca mee, nunca mee, cómo es esa palabra, ¿cómo era?, in – pidió.

—Impidió.

—Eso, im – pidió, nunca me im – pidió ser valiente, loco, qué te pasa, que yo tengo unas pelotas así de grandes. Estaban el guachaje y un montón de fumancheros quemando churros, no había yutas ni bomberos ni los monos esos de la seguridad, y era una tarde a la salida de la cancha, ¿eso ya lo dije?, encerrado en un círculo de pendejos re salvajes que te escupían, te cantaban, te apuraban todos vaaamoos raatas caretonas putas del oooortoo, que puteó a  tu vieja, que hacete valer, que dale pedazo de puto andá y rompele bien la boca a ese salame, y vamos, gritaban vamos todos con Capucha, vamos con el chaboncito, pero vamos de una vez y dense masa, y entonces nosotros la zarpamos como todos pedían, no sé si con ganas o no, pero ya estábamos hasta las manos y piña va, piña viene, me tiró un roscazo y lo esquivé y le quise patear los huevos pero seguro que le erré, y uno, y dos, y agarrame ésta, y agarrámela vos, papa, que no, que sí, y dale que te re cabe, ortiba, vení, rescatate y agarramelá y de paso sobala, vas a ver cómo te desarreglo la boca y cobrás para todo el viaje, y en eso nos fuimos encima con toda la fuerza y yo pensé que lo tenía, eh, que le comía la cara, pero qué cagada un empujón me agarró mal parado y una pierna se enroscó con la otra y así fui cayendo a la concha de la lora mientras las trompadas seguían y seguían hasta que al final se me repudrió y fui a parar al piso, y aunque quise levantarme no pude porque sentí un cosquilleo acá atrás que me dio sueño, acá, mirá, ¿ves?, tocá, ves cómo tengo.

—Sí, tenés como un chichón.

—Tuve suerte porque me la dio en la parte dura, porque no sé si sabés que la cabeza tiene una parte dura y una parte blanda.

—No.

—Sí, tiene una parte blanda. Ahí le patearon la cabeza a Lombriz y por eso se murió. Pero nosotros lo vamos a vengar. ¡¿O no es así?! —preguntó gritando a los demás.

—Sí —dijeron todos—, hay que vengar a Lombriz.

Inmediatamente se levantaron los brazos y aparecieron armas, cuchillos y revólveres, que apuntaban al cielo. Yo no sabía qué hacer. Supongo que, por inercia y por la fascinación que ese ritual me despertaba, también levanté el brazo, aunque mi mano estaba vacía, no empuñaba nada.

En esa vereda había un montón de caras, pero se están borrando. Ahora cierro los ojos y las veo, pero se están borrando, son días que se vuelven grises como el humo, a veces negro como el humo de las gomas quemadas, son días imposibles, escondidos debajo de todas estas cosas que se me ocurren, tapados como la última esquina por los puentes de las avenidas.

—¡Hay que vengar a Lombriz!

En los días siguientes todo el mundo hablaría de la guerra, no habría otro tema de conversación en los almacenes, en la panadería, en el correo.

—Esto es tierra de nadie —decían algunos—, conviene reforzar puertas y ventanas.

—Parece que Madero se alió con Lugano —especulaban otros—, y que Tapiales y Aldo Bonzi van a luchar para Celina.

—Seguro va a ser una masacre —se ponían de acuerdo—. No hay que andar mucho por la calle.

Mientras tanto, las pandillas no paraban de reclutar gente para la pelea, que ya tenía fecha: el sábado a la noche.

A medida que el tiempo pasaba, la ansiedad crecía y el clima se tornaba cada vez más tenso. Esperábamos. La inquietud generalizada provocaba espejismos en las callecitas y varias veces se oyeron gritos de alarma desde las terrazas.

—¡Ahí vienen!

Pero los avisos siempre eran falsos. Vivíamos prácticamente en estado de alucinación. Cada minuto renovaba el miedo y lo hacía crecer, como ahora crece Villa Celina mientras oigo y veo estas cosas de antes. Se levanta como un monstruo y devora la casa de mis padres. Viene a la noche y embiste contra las puertas. Crece y después se achica. Es un animal plástico. Se mete en los agujeros de los cordones y se arrastra por los túneles, entre los cuerpos de las ratas y las moscas muertas de veranos anteriores. Escribo y ella crece y yo no existo. Me sepulta en la negrura de tanta espera y tanto enredo, que ya no sé si es de antes, de ahora o de cuándo.

—¡Venganza!

La lengua repta en la boca entre los dientes y sisea, Celina suburbio, una imagen deforme flotando en la zanja, un sonido deforme flotando en el humo.

Faltaba poco.

El sábado, las bandas de Celina con Capucha a la cabeza, colmaron la capilla del Sagrado Corazón mientras celebraban la misa de las siete de la tarde. Habían ido a rezar por la victoria.

El cabezón Adrián vino a avisarme y rápido fuimos corriendo a la Parroquia para ver qué pasaba. Cuando llegamos, el padre Severino estaba leyendo:

—¡Ah, qué Día! Porque está cerca el Día del Señor, y viene del Devastador como una devastación. ¿No ha sido retirado el alimento de nuestros ojos, y también el gozo y la alegría, de la Casa de nuestro Dios? ¡Pero ya no más, queridos hijos de Dios mi padre porque el gran Día se acerca!

Capucha se puso de pie  y lo interrumpió gritando:

—¡De una que se acerca! ¡Por Lombriz que está en el cielo!

—¡Por Lombriz! —gritaron los demás.

—Por favor, se pueden sentar —pidió el cura.

—Disculpe, jefe —respondió Capucha.

En la capilla no entraba un alma. Adrián y yo nos metimos por una puerta del costado, que da al patio de la Iglesia, pero avanzamos apenas un metro o dos. Quedamos contra la pared, abajo de la cruz grande.

—¡Tiemblen todos los habitantes del país —siguió Severino—, porque llega el Día del Señor, porque está cerca! ¡Día de tinieblas y oscuridad, día nublado y de sombríos nubarrones! Como la aurora que se extiende sobre las montañas, avanza un pueblo numeroso y fuerte como no hubo jamás, ni lo habrá después de él, hasta en las generaciones más lejanas. Delante de él, el fuego devora, detrás de él, la llama consume.

—¡Le vamo a quemá todo lo rancho! —gritó Toqui, y los demás aplaudieron.

—Silencio, por favor —pidió Severino.

—¡Silencio! —repitió Capucha.

—El país —dijo Severino— es como un jardín de Edén delante de él, detrás de él, un desierto desolado. ¡Nada se le escapa!

—¡Cinco por uno, no va a quedar ninguno! ¡Cinco por uno… —empezaron a cantar.

—Su aspecto es como el de los caballos —continuó Severino, ya resignado—, se abalanzan como corceles: como un estrépito de carros de guerra que saltan sobre la cima de los montes; como el crepitar de la llama ardiente que devora la hojarasca; como un pueblo fuerte en orden de batalla. Ante él, los pueblos se estremecen, se crispan todos los rostros. ¡Ante él, la tierra tiembla, los cielos se conmueven, el sol y la luna se ensombrecen, las estrellas pierden su brillo! El Señor hace oír su voz al frente de sus tropas: ¡qué numerosos son sus batallones, qué poderoso el que ejecuta su palabra! Porque el Día del Señor es grande y terrible: ¿Quién podrá aguantarlo?

—¡Aguante Celina! —interrumpió Capucha otra vez:

—¡Aguante Celina! —repitieron los demás.

Todos se pusieron de pie y salieron de la capilla.

Algunos disparaban al aire, mientras los demás seguían gritando:

—¡Aguante Villa Celina!

En la calle Olavarría estaba mi viejo, que había venido a buscarme.

—Vengan, que esto va ser un desastre —y nos obligó a volver.

Ese día, desde la tarde, bajaron las persianas de los negocios y las calles estuvieron prácticamente desiertas. El rumor de la pelea había corrido tanto por los barrios de La Matanza que los choferes de las líneas 86, 56 y 97, advertidos, desviaron sus recorridos y en vez de ir por la ruta habitual al costado de la Richieri, ahora salían del barrio por Chilavert.

Cuando llegamos a casa, mi vieja estaba con un ataque de nervios y casi me mata por haber salido a la calle. A partir de ese momento, no se despegó de mi lado durante toda la noche, vigilando que no me escapara. Las llaves estaban escondidas.

Durante horas escuchamos tiros, gritos y el ruido de los piedrazos que daban contra los vidrios y las puertas. La batalla principal fue en la última esquina, aunque hubo corridas y peleas en casi todo el barrio.

Poco a poco, entre las tres y las cuatro de la mañana, la noche se fue calmando. La lucha había terminado por un hecho insólito, que supimos al día siguiente.

En la última esquina, un montón de perros callejeros, que siempre daban vueltas por ahí buscando comida en los basurales cerca de los túneles, empezaron a atacar a la gente, excitados por la furia de la pelea. Embistieron contra las bandas desde ambas villas, entonados por el griterío y la violencia. Mordían a diestra y siniestra con una ferocidad inédita. Enseguida cundió el pánico, en parte por el salvajismo de los perros, pero también por la superstición de las personas que estaban cerca, que vieron en los animales verdaderas imágenes de terror. La escena habrá sido dantesca: gente y perros en la basura y en la boca de los túneles, corriendo frenéticamente entre la oscuridad y los rayos de la luna que se filtrarían por las separaciones de los puentes, para que su luz abrillantara todavía más los ojos desorbitados y los dientes  de la jauría.

Al día siguiente, la salita de Urquiza estuvo repleta de heridos, muchos de ellos por mordeduras en las piernas y en los brazos. Debido a la falta de insumos sólo una parte recibió las vacunas necesarias: antirrábica y antitetánica. Al resto lo derivaron al Piñeiro y al Santojanni. Les firmaron órdenes y les pidieron que viajaran por su cuenta. Pero muchos no fueron, un poco por vagancia, un poco por miedo a salir del barrio y encontrarse emboscados por enemigos en el viaje en colectivo o en el mismo Hospital.

Primero aparece la fiebre, una fiebre baja, y el dolor en la mordedura se hace más intenso. Después se hace difícil comer, pero sobre todo beber, porque los líquidos producen espasmos en la laringe. Cuando la enfermedad avanza, se siente inquietud, excitación, contracciones musculares y hormigueos. Una parte del cuerpo pierde sensibilidad. La boca babea. El estrés aumenta. La tensión se hace más fuerte y llegan las convulsiones.

Si la vacuna se aplica dentro de las primeras cuarenta y ocho horas, la persona generalmente se salva, pero una vez que aparecen los síntomas, muy pocos sobreviven. La muerte por insuficiencia respiratoria ocurre dentro de los siete días.

Una semana después de la pelea, los noticieros anunciaron:

Brote de rabia en La Matanza

Nunca se supo bien cuántos murieron. Nosotros sabemos, con seguridad, de cinco. Uno de ellos fue Toqui, el primo de Adrián, que agonizó en el Piñeiro hasta morir el 20 de Junio de 1987.

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