RUTA DOMINGUERA
Cuando llego a esa ciudad, muy temprano los domingos salgo a caminar por la playa. Amo el mar. Mi mejor deleite es vestirme con ropa cómoda y salir a caminar; disfrutar de la brisa sobre mi rostro, y en cada una de mis pisadas, marcar la ruta dominguera.
Recorrer es uno de los placeres de mi existencia pero me inquieta el tener que pasar frente al matadero. Nunca entré a uno de ellos, jamás lo haría. Se me desgrana el alma cuando veo desde lejos, sus contornos sombríos, la construcción derruida. Respeto a todo ser viviente, y no puedo dejar de imaginar situaciones atroces. Presiento gritos inaudibles, el jadeo de cuerpos tambaleantes, y el incesante derrumbe de unos sobre otros con miradas extraviadas. Sin piedad, sin una señal de bendición.
Me siento distinta, con una sensibilidad exquisita que me abraza desde que llegué a la vida. Amo el milagro de la existencia y cuido mis días; forjo el mundo sublime que me pertenece y hago de cada pequeñez un canto gozoso al Universo.
Al abrir las ventanas de mi casa, un pájaro me canta, por las mañanas, desde una azotea lindera, y permanece atento hasta que le mando un beso al aire, y tome vuelo hacia la pizarra azul celeste. Y si acaso llueve, veo mis plantas recubiertas de un verde brillante, y el agua se desliza abrigada, si hace frío, y los cerámicos relucen más rojos mezclándose la cera y el chubasco.
El haberme jubilado permite que me mime un poco más. Y hasta me resulta mágico vivir sin las corridas ni las esperas, como si llegase el verano en cada estación. Y viajo con frecuencia, preparo itinerarios y busco algún motivo para armar las maletas.
Pero cuando llego a esa ciudad, me agobia pasar frente al matadero; un matorral de piedras y de muerte fue avanzando por la calle.
Y yo quiero vivir, no es el tiempo de partida.
Existen seres con quienes habré de reír mucho, muchas, muchas veces.
Y a la risa, habría que escribirle un himno, y sentir orgullo de que exista.
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